Wagner Adoum conducía su automóvil con la vista siempre clavada al frente, sin echar jamás ni una sola ojeada a los carteles que daban órdenes al borde de las calles de Quito y de las carreteras del país. -Yo nunca maté a nadie- decía-. Y si tengo los años que tengo y sigo vivo, es porque nunca hice el menor caso a los carteles. Gracias a eso, explicaba, se había salvado de morir por ahogo, indigestión, hemorragia o asfixia. Él no había bebido un océano de cocacolas, ni había comido una montaña de hamburguesas, ni se había cavado un cráter en la panza tragando millones de aspirinas, y había evitado que las tarjetas de crédito lo hundieran hasta los pelos en el pantano de las deudas.
Eduardo Galeano
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